EBOLA. A un año del inicio de la peor epidemia mundial de los últimos tiempos

30/12/2014 | Revista Norte

ebola

BROTE SIN CONTROL Enemigo del año

Diario del ébola en Liberia

  • EL MUNDO recorre el país con más muertos un año después del inicio del brote

  • Aunque la situación es desesperada, han aparcado su pánico para enfrentarse al virus

  • Hay enfermeros que han perdido a casi todos los compañeros, pero siguen en su puesto

  • Los medios ya están sobre el terreno, pero pueden haber llegado demasiado tarde

 

«Al fuego sólo sobreviven las llaves. Es lo único que queda entre la ceniza de los cadáveres con ébola. Todos esperaban curarse y volver a casa. Por eso las llevaban consigo cuando entraron en el hospital», cuenta Charles, un trabajador local de un crematorio, cuando se le pregunta por su labor. «Recuerdas eso y el olor a muerto. Se te queda pegado a la nariz. Luego, mucho después, en medio de la noche, te llegan de nuevo bocanadas de ese hedor«.

Liberia está dividida en el limbo de los sanos y el infierno de los enfermos. En el país de los sanos hace meses que nadie se toca por miedo a pasar al otro lado. Dentro de las zonas rojas de los hospitales está la otra Liberia, la contagiada o en fase de estarlo. El flujo entre ambas Liberias es constante: personas que cogen el virus y viajan al otro extremo, o infectados que se curan y regresan a la zona verde al lado de los vivos, aunque con un estigma peor que haber besado en la boca al diablo.

Cuando se cumple un año después del primer contagio de ébola en África del Oeste -un niño de dos años de edad llamado Emile en Guekedou (Guinea)-, el virus sigue avanzando sin control por esta ‘colonia bastarda’ de Estados Unidos, un país creado en 1847 para que sus esclavos libertos pudieran volver a la tierra de sus ancestros, la auténtica ‘tierra prometida’.

También hay dos Liberias en la prensa: en los medios internacionalesaparecen los luchadores del ébola, al fin justamente condecorados como hombres del año, profesionales abnegados y comprometidos bajo los ‘flashes’, con un punto de inconsciencia, como todos los héroes.

El gobierno no permite las celebraciones de Navidad. No habrá fuegos artificiales por las calles de Monrovia

Pero más allá de los hoteles para blancos frente a la playa se extiende el horizonte de la Liberia que casi nunca sale en los medios: la que llena el vacío que va dejando el virus, con su legión de familias estigmatizadas, con fosas comunes como enormes cicatrices por todo el país, hospitales decrépitos y cerrados en los que enfermó casi todo su personal, aldeas clausuradas, huérfanos, familias en ruinas, viudos y sueños rotos. Un país en cuarentena.

Ha habido días en Liberia más oscuros que la noche y, a pesar de todo, no hay liberiano que conozca el significado de la palabra «rendición». En otros momentos se han enfrentado al rayo de la guerra y saben qué es pasarlo mal. El Estado, o lo que queda de él, se está desangrando para parar la enfermedad. Senegal invirtió tres millones de dólares en detener la epidemia en su territorio con un solo caso. Nigeria, que tuvo ocho muertos de 20 contagiados, dedicó 18 millones de dólares. Liberia está gastando el dinero de sus hijos, nietos y biznietos para que la enfermedad sea dentro de unos meses, tan solo un mal recuerdo. Ya se ha dejado por el camino el 3% de su PIB. Y lo que le queda.

Lo mejores, los más audaces, prefieren ignorar a la muerte. Es el caso de Nokutula Ncube, enfermera de 32 años que perdió a 16 amigas en el hospital Siers. Sólo sobrevivieron ella y otra compañera. Se enfrentaron al virus sin protección alguna y lo pagaron muy caro. Hoy trabaja en el centro que Save the Children ha construido frente al aeropuerto. «Vimos a muchos pacientes de ébola. Tratábamos de enviarlos a la unidad de tratamiento especializada,pero muchos se nos morían allí mismo«.

Ahora, gracias a las formaciones y los trajes de guerra bacteriológica, los que no murieron han vuelto a la primera línea de combate: «Quise volver a trabajar cuando dejé de llorar. Ahora sabemos como golpear al virus y nos sentimos más seguros y motivados«, dice Nokutula, siempre colgada de su sonrisa.

De la oficina a la trinchera

A su lado, Ben S. Johnson, de 26 años, cuenta que trabajaba en una oficina del Ministerio de Salud. «Al principio nos asustamos mucho en agosto. Morían a cientos y no teníamos guantes ni máscaras. Cuando vimos que hacía falta personal médico, dimos el primer paso y ahora hacemos labores de enfermería. El país nos necesita más que nunca». Naomi Kjappa, higienista de 29 años, tuvo que explicarle muy bien a su familia lo que iba a hacer: «Yo no siento temor pero ellos están muy asustados. Les he conseguido un tanque de cloro para que se desinfecten y permanezcan a salvo».

Este centro está a unos cinco metros de los límites de la considerada la mayor finca del mundo, la que alberga la plantación de caucho de Firestone. Aunque han cerrado el 60% de los negocios por la expansión del virus, hay dos industrias que nunca se detienen: la producción de neumáticos y la extracción de minerales y diamantes de sangre en la frontera con Sierra Leona, objeto de deseo de señores de la guerra como Charles Taylor, el caníbal de Liberia, condenado a 50 años por crímenes de lesa humanidad.

Taylor reclutó, durante el conflicto de 1999, a cientos de miles de adolescentes para su enloquecida milicia. Uno de estos niños soldado fue Alfred, recuperado por Save the Children cuando era un niño y trabajador social en la actualidad. Subido a una moto, se dedica a recorrer las comunidades en cuarentena para medir la temperatura de los posibles contactos de riesgo para asegurarse de que ninguno esté enfermo.

Alfred, niño soldado con Charles Taylor, trabaja para Save The Children visitando a familias en cuarentena

La llegada inesperada del virus a una capital superpoblada y a unas comunidades en mitad de la selva, aisladas y con un alto grado de analfabetismo, provocó que los sistemas de salud se colapsaran por la muerte y la huida de una gran parte de su personal médico. Mucho de lo que vino después tiene que ver con la dejación, la lentitud y la cobardía. Médicos Sin Fronteras alertó de que el brote, de la cepa Zaire, no tenía precedentes, y aun así la respuesta internacional, incluida la del Gobierno español, fue mortalmente escasa y letalmente ineficaz. Hoy esos medios han llegado, aunque puede que sea tarde.

Cubanos junto a yankis

La curiosidad ha querido que doctores cubanos acaben trabajando para una ONG estadounidense (International Medical Corps) y que acaben cobrando sus salarios gracias a la caída del bloqueo de la isla. Chinos y japoneses, enemigos antiguos e irreconciliables, trabajan aquí mano a mano sin mayor conflicto. Unos levantan el hospital, otros ponen las ambulancias.

La enfermera Nokutula perdió en su hospital a 16 amigas. Sólo sobrevivieron dos, pero no ha dejado de trabajar.

El país se ha llenado de unidades de tratamiento de ébola con su personal disfrazado de hombres del espacio, olor a lejía y protocolos de seguridad obsesivos entre las colinas y los palmerales. En la zona roja, la enfermedad somete a los enfermos a una terrible experiencia. Morir es un premio para los que tienen las horas contadas. En uno de estos centros trabaja Megan, enfermera voluntaria procedente de Washington, que define su labor «como un péndulo emocional, entre la salvación de pacientes y el entierro. La vida y la muerte en cuestión de horas».

Junto a estos centros hay siempre un cementerio. Bajo el nombre del muerto, una leyenda: «amanecer», con el año de nacimiento, y «atardecer», con este maldito 2014. Tal vez nunca conoceremos las cifras reales que ha dejado este asesino microscópico, porque todos aquí saben que hay más tumbas que números, al menos el triple. Ninguno de estos países tiene la capacidad de contar los muertos, porque muchos vecinos los han enterrado en mitad de la selva para que el estigma no caiga sobre la familia.

Megan, enfermera voluntaria de Washington DC

Además, los liberianos tienen claro que lo mismo da 3.000 fallecidos que 9.000. «Si hubieran sido blancos…», dice Megan, y no le falta razón. Occidente sólo puso el foco en el ébola cuando murieron misioneros o sanitarios blancos. Y concentrarse en los blancos permite a los occidentales ignorar a los negros, y no hacer caso a esos muertos nos evita enfrentarnos al fracaso de nuestras políticas de ayuda,como si el ébola fuera un problema de estos países pobres y no un virus letal que mata al ser humano sea de la raza que sea.

Alguien, en algún despacho a miles de kilómetros, ha sacado la calculadora y ha decidido que, ahora sí, con más de 20.000 casos confirmados, la vacuna del ébola puede ser rentable. Las primeras unidades experimentales han dado un resultado muy positivo en humanos. Para los que reposan en enormes fosas comunes repartidas por todo el país esta rentabilidad llega demasiado tarde.

Pequeñas victorias humanas

El virus ha vencido nuestra idea del mundo, donde las máquinas y la tecnología mantienen cierta ilusión de control. Y, sin embargo, ha habido pequeñas victorias humanas, aunque sólo fueran diminutos gestos de generosidad. En los primeros momentos, cuando reinaba el pánico, sólo unas cuantas organizaciones dejaron a su personal operativo y siguieron luchando con trabajadores locales, que le han dado una nueva dimensión a la palabra ‘patriotismo’. Lo prioritario fue recoger cadáveres pudriéndose en la calle y construir crematorios a toda velocidad. Save the Children fue una de estas ONG: había mucho trabajo que hacer con los huérfanos del ébola.

En el estadio municipal de Bong Country 70 niños en cuarentena, cuyos padres están enfermos o muertos, esperan a que pasen 21 días para saber si están infectados o libres de ébola. Rodeados por una valla para que no puedan escapar, han recibido tiendas de Unicef y una enfermera de Save the Children, Mary, cocina y sirve la comida con guantes por la abertura en la que, en otro tiempo, salían los jugadores de fútbol. Un superviviente llamado Andrew, cuya esposa murió, está blindado ya contra la enfermedad y se encarga de entrar y medir la temperatura de los niños a diario.

Judy, de 30 años, viuda del ébola y madre de dos hijos

En otro barrio de Bong Country Emanuel cuenta cómo se infectó de ébola a través de su madre, como se recuperó y cómo ahora dedica parte de su tiempo en explicarle a todos sus amigos de la aldea la importancia de la higiene para no contagiarse. «De mayor quiero ser médico para ayudar a mi país«, asegura. «Estoy feliz porque puedo verte», dice Josephine, de 10 años, también recuperada para la vida, que al fin puede abrazar a su gemelo Yoyo, que pasó 21 días encerrado en el estadio sin desarrollar el virus. Juntos entonan una canción a la que pronto se unen otros vecinos.

Una de cada cinco o seis casas

De vuelta a Monrovia, en el barrio de Rock Hill, donde se mezclan viejos acentos de las calles de Harlem, las fábricas de Detroit o de los algodonales del sur de EEUU, alguien ha escrito un grafitti: «El ébola no tiene nada que ver con Dios. Protégete». En el mismo muro, sobre un poste de la luz, un cartel anuncia lectura de cartas del tarot y venta de amuletos. La existencia en Liberia es azarosa y cada uno elige sus miedos. «El ébola ha roto mi vida», dice Judy, una nueva viuda del ébola, que se llevó hace unos días a su marido, enfermero en el hospital Redeption.

Narcisa, Awate, Lira y Alfred, de la familia Suah, en cuarentena por ébola en el barrio de Rock Hills

Aquí el virus está golpeando fuerte y hay familias que han perdido parientes y han visto cómo todas sus pertenencias eran quemadas por precaución. Ahora deben quedarse 21 días sin salir de los límites de sus cuatro paredes sin nada que comer ni que beber, a la espera de saber si, también ellos, tendrán que ir al hospital o al cementerio. Un camión de Save the Children deja un colchón grande, utensilios de cocina y comida para varios días en cada una de las casas afectadas.

Un recorrido junto a ellos permite intuir el alcance del desastre, una de cada cinco o seis casas en Rock Hill ha perdido a alguien en las últimas semanas. Y sólo es un barrio. Los niños no salen de su jardín ni tocan al periodista blanco. Hasta los más pequeños han sido instruidos sobre la autoprotección. Como los colegios están cerrados, muchos profesores usan la radio para seguir dando sus clases.

Una cruz para el hermano Miguel

De camino hacia el aeropuerto, y previo paso por varios controles sanitarios que no sirven de nada, se encuentra el hospital Saint Joseph, el centro donde se infectó el hermano Miguel Pajares, primer español muerto por ébola. Una cruz le recuerda junto a los cuerpos de la hermana Chantal y el hermano Patrick. Allí trabaja duro el padre Viadero, hermano mayor de la orden de San Juan de Dios.

El hermano Viadero, en el hospital Saint Joseph, el mismo en el que enfermó el hermano Miguel Pajares

Acaban de reabrir la clínica, pero con muchas dificultades. Todas las intervenciones, en un contexto de epidemia, han de hacerse con traje de protección, lo que obliga a una formación estricta del personal médico y a instalaciones preparadas para enfermos de ébola. «Es extraño», dice el padre Viadero. «Me siento como si estuviera profanando el trabajo de otros». Un grupo de mujeres espera su turno en la sala de maternidad, la única abierta hasta el momento. Una chica embarazada tiene fiebre y vómitos. La apartan del grupo para trasladarla al hospital Elwa III. Muy mala señal.

En el aeropuerto se aprecia de un vistazo que los que salen del país son mayoritariamente blancos que quieren celebrar la Navidad lejos de allí. Para los que se quedan el Gobierno ha prohibido cualquier celebración. No habrá fuegos artificiales. No hasta que esta guerra se gane por completo.-

El Mundo

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