El festejo de goles ajenos. El Gobierno celebró los acuerdos y la “tregua comercial” entre Estados Unidos y China

04/12/2018 | Revista Norte

EL G20 ARGENTINO

El Gobierno asumió como propios los acuerdos alcanzados en la Cumbre y celebró la “tregua comercial” entre Estados Unidos y China, después de que Trump le hiciera pisar el palito. “Nos tenemos que llevar bien con los dos”, justificaba el oficialismo en el búnker de prensa, donde también bromearon con instalar el nombre de “Acuerdo de Buenos Aires”. Panorama internacional de lo que pasó puertas adentro de Costa Salguero.  

Por Facundo F. Barrio / La Vaca

Cuando se habla de “sueño húmedo” se suele pensar en fantasía sexual, pero en realidad la frase significa polución nocturna: eyaculación involuntaria que se produce durante el sueño. La Cumbre del G20 en Buenos Aires, el sueño húmedo del macrismo, no fue ninguna fantasía: el orgasmo gubernamental existió. Fue, de hecho, el mayor goce para el oficialismo en tres años de gestión. Y la circunstancia no tuvo casi nada que ver con el sex appeal de la Argentina.

“Si no fallamos en la organización, para nosotros la Cumbre es un triunfo aunque no se acuerde una declaración final conjunta”, decía el viernes temprano en Costa Salguero un funcionario de la Casa Rosada que acompañó a Macri durante los dos días. Desde el primer minuto, el Gobierno salió a instalar un argumento de sentido común: la Argentina es un país incapaz de influir en las deliberaciones de las potencias. Por lo tanto, su única responsabilidad como anfitrión era garantizar la seguridad, el soporte diplomático y la organización del evento. Lo cual tampoco era poca cosa para una administración que hace unos días no pudo asegurar el desarrollo normal de un partido de fútbol.

Así, se dedicaron a hacer lo único que podían, lo que tanto saben: cotejar a los que sí influyen. En especial a Donald Trump y Xi Jinping.

A nadie se le escapaba que el desenlace de la Cumbre dependía de la dinámica entre Estados Unidos y China. Para variar, Trump fue el gran factor de incertidumbre. Tiene un magnetismo en algún punto parecido al de Diego Maradona, que consiste en una capacidad insólita para llamar todo el tiempo la atención. Llegó tarde a su bilateral con Macri. Revoleó un auricular porque no le gustó la traducción. Faltó a la reunión a solas de líderes y dijo que prefería quedarse haciendo llamados. Firmó el NAFTA. Suspendió una conferencia de prensa en señal de duelo por la muerte de George Bush e hizo temblar a algunos que ya lo veían subiéndose a un avión. Le canceló una reunión a Vladimir Putin pero lo saludó de parado. Terminó la gira en una cena con Xi donde pactaron una supuesta tregua a la “guerra comercial”.

Apenas arrancó la Cumbre, Trump le hizo pasar un mal momento al macrismo: en la mañana del viernes, la vocera de la Casa Blanca dijo que Trump y Macri habían conversado sobre “el compromiso de enfrentar desafíos regionales como la actividad económica depredadora china”. El Gobierno tuvo que mandar funcionarios al Centro Internacional de Medios en Parque Norte –un búnker para 2500 trabajadores de prensa dónde había máquinas expendedoras de Luigi Bosca pero funcionaba mal el WiFi– a aclarar que eso no corría por cuenta de la Argentina sino de Estados Unidos. No fuera cosa que se enojaran los chinos.

La delegación argentina transpiró haciendo equilibrio entre Washington y Beijing. “Son las dos mayores fuentes de inversión externa. No podemos elegir a uno u otro: necesitamos estar bien con los dos”, decían desde el Gobierno. Ese esfuerzo por complacer a las potencias fue la línea de conducta de la Argentina en el G20. A la premier británica Theresa May, por ejemplo, Macri ni le mencionó la palabra Malvinas. La Cumbre fue el marco ideal para que la representación argentina se pasara dos días mendigando inversiones entre los países desarrollados, con resultados diversos pero que en líneas generales conformaron al oficialismo.

Al final hubo acuerdo entre las potencias para una declaración final conjunta. Puntazo para el Gobierno, aunque no hubo en ello ningún mérito del macrismo. Ni siquiera del multilateralismo. “Sólo fue posible gracias al clima de distensión entre Estados Unidos y China”, reconocía el sábado un ministro nacional. El documento que firmaron los líderes no aporta nada nuevo en términos de gobernanza global; y ni que hablar de la felicidad de los pueblos. Su único valor fue la firma en sí misma: una mínima señal de concordia en tiempos violentos, para sacarse el mal gusto de los recientes fracasos del G20 en Alemania y del G7 en Canadá.

Todos los grandes jugadores tuvieron que ceder algo. Trump debió bancarse una mención explícita al Acuerdo de París, del que se retiró porque dice que el cambio climático es fake news, aunque consiguió que Europa aceptara un punto donde se aclara que Estados Unidos no suscribe a lo que se desprende del Acuerdo. China no pudo evitar una referencia a la necesidad de reformar la Organización Mundial del Comercio (OMC), un reclamo prioritario de Washington para fijarle “reglas de juego” más estrictas a la súperpotencia asiática en el comercio internacional. “Pero la declaración incluye una sola línea sobre la OMC”, minimizaban los voceros chinos. Igual el mayor éxito fue para Trump, quien por primera vez en la historia del G20 logró que no se utilizara la palabra “proteccionismo” en el documento final.

Los funcionarios macristas, los mismos que habían abierto el paraguas, salieron a gritar la declaración final como un gol propio. “Ayúdennos a instalar que este es el Acuerdo de Buenos Aires”, pedían, medio en chiste medio en serio, a los periodistas acreditados. Hay que admitir que, esta vez, el dispositivo de comunicación del Gobierno estuvo rápido de reflejos.

El G20 también tuvo momentos de simbolismo. La imagen de Macri llorando en el Colón ante los líderes de las potencias, mientras un elenco de artistas coreaba “Argentina, Argentina”, fue una síntesis gráfica de lo que la Cumbre significó para el Gobierno. Justo en el Colón, ese emblema de la aristocracia argentina del Centenario que, como comentó esta semana el historiador Ernesto Semán, fue creado por las elites locales para lo mismo que lo usó Macri: mostrar al mundo que la oligarquía tenía firmes las riendas del país.

Cuando parecía que ya más no se podía pedir, el macrismo se llevó otro premio de arriba: la pax acordada entre Trump y Xi. En la noche del sábado, cuando aún quedaban algunas comitivas en Costa Salguero, los dos presidentes más poderosos del mundo cenaron en el Palacio Duhau de la Recoleta y negociaron una tregua en la guerra comercial. Que nadie se ilusione: la disputa estratégica por el liderazgo global entre Estados Unidos y China sigue su curso. El choque recién empieza. Pero el encuentro en Buenos Aires les calzó justo a ambos mandatarios para enfriar un poco el partido después de 360 mil millones de dólares en impuestos de importación en 2018.

El impasse entre Trump y Xi le levantó aún más el perfil a la Cumbre y el anfitrión se anotó indirectamente otro gol. El sábado el gobierno ya se regodeaba con los elogios que le llegaban de personajes como Christine Lagarde, después de un año para el olvido.

“Nunca hubo tanta atención del mundo para Argentina como ahora”, salió a decir hoy el presidente argentino. Y es cierto: durante un fin de semana fuimos el centro de atención. Tal vez también lo dejamos el próximo, cuando Boca y River expongan el naufragio del fútbol argentino en el Bernabeu de Madrid.

Por lo pronto, en Buenos Aires el G20 mostró que aún le queda soga. Trump, Xi y los demás se fueron contentos.

Ahora ellos vuelven a lo de siempre: rivalidad estratégica, competencia por mercados externos, carrera tecnológica y militar.

El gobierno argentino, a lo suyo: devaluación, ajuste, precarización.

Y, por supuesto, Superfinal de la Libertadores: otro partido que tampoco se definirá en la Argentina.-

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