En Orán, seis de cada diez alumnos en un colegio secundario no cenan la noche anterior ni desayunan por las mañanas. Inseguridad alimentaria le llaman. Siguen las muertes por desnutrición infantil y el etnocidio de comunidades originarias en el norte.
Por Silvana Melo / Periodista APE
Hay una solapa del mundo que se llama Santa Victoria Este. Que se cae de Salta como Salta se cae de la vida tantas veces. Asoma apenitas, Santa Victoria Este, hacia el nacimiento del Paraguay. Y de reojo mira a Bolivia, tan fronterizo de ambos es ese pueblo donde los niños wichis se extinguen como fueguitos.
Débiles y sin brasa, la muerte los apaga de un soplo. Y se acabaron. Entonces el resto de Salta puede ir viviendo distinto, haciéndose otra Salta, la glamorosa y la linda, la del sol y las flores y el estético gobernador y la actriz bella desposada por el príncipe ultramontano.
Hay una visera del mundo que se llama Orán. En el lomo de Salta está Orán. Donde los pibes se desmayan de hambre en el secundario de la escuela 5175. Donde los docentes decidieron que había que darles de comer para que pudieran conectar con las ciencias naturales o la construcción de la ciudadanía. Que no hay construcción ni ciudadanía si los chicos no comen de noche ni desayunan de mañana. Y languidecen de hambre seis de cada diez.
Salta es un punto en el mapa de la desigualdad. Donde los bellos y pulcros aparecen en vidrieras y pantallas. Donde los Otros desaparecen ni bien asoman al mundo. Quedan al margen de la vida corriente hasta que aparecen cuando se mueren, en algún párrafo de alguna noticia, en algún medio que sopesa a qué debe interesado puede cargar esta deuda.
Los bebés wichis son desaparecidos por origen. No existen, no son, no se ven.
Como Andrea Ruth Gómez, que apenas llegó a vivir seis meses. Estaba totalmente deshidratada. Vivía como sus padres, como se podía. Rodeada de necesidad, amputada de derechos. Manjar de los parásitos, vecina de la basura. Se la llevaron de Santa Victoria Este a Tartagal. Apareció cuando se le vino la muerte, el 16 de agosto. No pudo ni asustarse por la tormenta de Santa Rosa. Ni tiempo de jugar, de empezar a reírse, de que alguien le diga feliz cumpleaños.
Como el segundo niño wichi que tuvo menos suerte que Andrea Ruth: apareció con la muerte el 9 de agosto. Pero sin nombre. Tenía un año y seis meses. Tenía bajo peso y estaba deshidratado por un cuadro de diarrea grave. No llegó al hospital de Tartagal. Y no hay más datos de su trayectoria.
“En este momento se están analizando las situaciones que han podido llevar al niño a morir”, dijo la secretaria de Servicios de Salud. Deberán analizar, entonces, el saqueo ancestral de las tierras, la expulsión cotidiana para el desmonte y el monocultivo, la decisión del desalojo definitivo para la construcción de edificios y de countries, el avasallamiento cultural, la condena al hambre y a la penuria. Es decir, la política sistemática de exterminio.
Se habrán preguntado también cómo llegó a morir Brenda un par de meses antes, en mayo. Vivía en el paraje La Medialuna y tenía dos años. En el norte de Salta los niños con bajo peso se cuentan de a centenares. Desde 2014 murieron ocho por desnutrición. Algunos, los privilegiados, saltaron a una pantalla de televisión. Que los mostró con rostro y palabra encendida. Con una indignación de vidriera que duró ciento veinte segundos, bajo la tutela implacable del minuto a minuto.
Tan desaparecidos están que el juez manda a destruir 60 mil cunas del plan investigado (1). Son inseguras para niños de mayor peso, dice. Los niños wichis no tienen cunas. Duermen sobre trapos en el piso. No tienen peso suficiente como para romperlas. No fueron favorecidos por el plan. Ni por una mirada piadosa del juez. Que prefiere destruirlas en un acto inquisidor para el gobierno que fue. Y no destinarlas a los niños que sobreviven.
Es que son desaparecidos. Sólo aparecen un rato con el aliento fatal de la muerte.
En esta patria larga que en Salta se cae para la Bolivia y el Paraguay, hay niños que mueren de hambre. Aunque el gobierno haya creado un ministerio de la Primera Infancia, cuando la mortalidad infantil se disparó en el Chaco Salteño. Brenda y Andrea Ruth y el niño sin nombre dejaron en claro que no sirve legitimar con nombre un escritorio si no hay decisión política de construir para la vida.
Dice la Universidad Católica que dos de cada diez chicos en el país padeció inseguridad alimentaria en 2015. Otro eufemismo que disfraza el hambre. Son veinte de cada cien. Uno de cada cinco. Vestida como se la vista, la estadística es atroz. Pero además tiene nombres y apellidos. Ubicación geográfica. Ojos y muslos y panza. Como la inseguridad alimentaria fue en 2015, los defensores del gobierno que fue no creen en ella. Como un altar donde no se reza. Si la Universidad Católica extiende la pobreza y el hambre, con un aumento palpable desde el gobierno que es, cambian los creyentes. La verdad, más allá de la discusión barata, de las acciones del ministro en la Shell y de los dólares de la vicepresidenta en casa, es que entre 2015 y 2016 se apilan entre once y catorce millones de pobres. Entre once y catorce millones se apilan en la periferia de esta historia, cuando no hay lugar para los que no están señalados por el éxito.
Como los pibes del Colegio Secundario 5175 de Orán. Seis de cada diez no cenan la noche anterior ni desayunan por las mañanas. Seis de cada diez, dice la profesora Stella Maris Daniel, «los chicos se desmayan de hambre en las filas o en las aulas». Quieren poner en marcha un comedor. Quieren que el Estado aparezca antes de la muerte. Antes de mandar la policía o habilitar el calabozo. “No se le puede pedir cognitivamente nada a un alumno que solo está pensando en qué puede comer», dijo.
La mitad de los chicos crece sobre tierra contaminada, respira plomo y le llueve veneno de los aviones. Casi la mitad de los chicos crece sin cloacas ni agua corriente ni inodoro con descarga de agua (2).
Raleados a los confines, desaparecidos para que no aparezcan cuando se juntan los financistas en el ombligo del país. Y discuten quién se salva del naufragio que decretan.
Ignorados por el Estado que sólo los recuerda para numerarles la muerte.-
Notas:
(1) El juez federal Claudio Bonadío mandó a destruir 60 mil cunas del Plan Qunitas por considerarlas inseguras.
(2) Observatorio de la Deuda Social de la Infancia – UCA.
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