Por Silvana Melo / Pelota de Trapo
El verano se devoró 21 niños wichis en las fronteras salteñas con la nada. Por ahí asoma Santa Victoria Este, como cayéndose en el Paraguay. Donde las comunidades wichis y criollas comparten la desgracia de la pobreza extrema. Pero los criollos hablan una lengua que se entiende en los hospitales y en las oficinas públicas. Y a veces toman a las chiquitas wichis como objetos. Que se usan y se tiran, aunque en poquito tiempo les empiece a crecer algo en la panza que a veces se convierte en una vida. Y otras, no llega. Como los doce bebés que en este verano brutal de Santa Victoria Este nacieron muertos porque sus madres languidecían de hambre y de sed, echadas en la tierra de sus chozas, cercadas por criollos y abandonos. Por desidias y alimañas.
“Caciques y dirigentes de las comunidades wichis y criollas” de Santa Victoria cortaban la ruta provincial 54 esta semana pidiendo que se fuera la jefa de enfermería del Hospital, dice El Tribuno de Salta. Hablaban de las 26 muertes que dejó el verano. Cinco adultos y 21 niños de menos de dos años. Muertes absolutamente evitables. Es decir, muertes con responsables. 21 niños de la comunidad que se murieron entre el 16 de diciembre y el 7 de enero. Sin leche buena ni agua segura. Sin cuna en casa ni cama de hospital. En un viaje sin paradas desde el infierno de acá a un cielo que nadie les garantiza. Sin nombres ni documentos ni partidas de nacimiento. Ni son ni fueron. No existieron. Por lo tanto no murieron. Un eficaz método del gobierno de Urtubey Macedo para reducir los índices de mortalidad. Aun en los 23 días más inflamados del chaco salteño. Cuando el futuro se reduce a una brasa humeante.
Mientras un folclorista, un diputado amarillo y un empresario francés se van quedando con las porciones de tierra donde moraban los espíritus, se abastecían los chamanes y crecían las semillas, ellos son arrinconados en tierras yermas y escasísimas. Donde no hay lugar para la sacralidad atávica ni para la huerta que mate el hambre.
A su lengua ni siquiera se la quitan: la vuelven baldía. No hay un traductor bilingüe en los hospitales. Y tantas veces no se entiende qué duele ni cómo se sufre. “Hay comunidades que no tienen agua potable. Nada. Ni un pozo”. Algunos compran centenares de metros de manguera “para traer agua de otra comunidad que tiene; es un recurso escaso”. Pero “cuando juntan a dos o tres chicos para llevarlos al hospital lo primero que le dice la doctora a la madre es por qué no le lavaste la cara. Es difícil responder. No tienen agua y no pueden usarla para el aseo. Sufren mucho, son muy maltratados y no confían en el sistema de salud”, dice Susa Peralta a APe. Es periodista en la FM Noticias 88.1 y conoce profundamente el dolor y el olvido.
Con el verano encendiendo mediodías de 40 grados, la falta de agua fue un criminal que se cargó, con una eficacia sistémica, a los más débiles. Consciente de su impunidad, eligió 21 niños en 23 días. Un niño por día en Santa Victoria Este. En una alteración escandalosa del 11,5 por mil que exhibe la mortalidad infantil en el país.
Caciques y dirigentes discuten los nombres de los funcionarios a los que se debería expulsar. Algunos son funcionales a Urtubey. Y la cizaña partidaria termina horadando la fuerza de un reclamo que debería ser aluvional.
Son doce bebés que nacieron muertos de madres atravesadas por las bacterias, los virus, los parásitos y el desamparo.
“Lo que ocurre en verano es que beben agua de los madrejones y eso les provoca diarrea y deshidratación grave. Son los hábitos higiénicos dietéticos de las comunidades wichis, más que ninguna otra etnia, los que generan estas problemáticas». Dijo Francisco Marinaro Rodó, secretario de Servicios de Salud. Son decenas de comunidades salpicadas en treinta parajes de Santa Victoria Este. La mayor parte no acceden al agua potable. «Mi gran ambición es que aprendan a lavarse las manos, a hacer hervir el agua, a cocinar y darles a sus hijos agua y comida segura», dijo el funcionario, entre la docencia y la impudicia. “Cuando hay una muerte por desnutrición al primero que se culpa es al padre o a la madre porque no lo llevaron al hospital”. Susa Peralta sabe que la culpa se desmorona sobre los fáciles. Los que no tienen palabra ni medio para defenderse. Y se van muriendo de a poquito, extinguidos, por responsabilidad propia.
Pero no sólo son hambre, sed, virus y bacterias. Es también la violencia por niñas, por mujeres, por vulnerables, por cuerpos apropiados, por objetos en basural. Se convierten en madres en plena infancia, nadie las asiste ni las cuida. “Las chicas de 10, 11 años son traídas silenciosamente en el avión sanitario a realizar partos. Que son de alto riesgo porque no están en condiciones de parir. Esto no trasciende. Nosotros –relata Susa Peralta- nos enteramos por los vuelos sanitarios, que llegan y parecen que no trajeran a nadie. Pero sí: traen a las chiquitas que paren y se las llevan de vuelta al paraje, ya madres, sin siquiera el trámite de documentación. Muchas no cobran la asignación porque los niños están indocumentados y no tienen ni partida de nacimiento”.
De todas maneras, el gobierno salteño suele no discriminar en estos casos: los criollitos que viven en los barrios periféricos suelen seguir la misma suerte que los niños wichis: “las salitas están desmanteladas, los chicos llegan a la escuela y se desmayan si no hay copa de leche porque no cenaron a la noche; si no desayunan a las diez de la mañana no aguantan. A la leche la retacean y en realidad le llaman copa de leche pero generalmente es mate cocido porque leche hay dos veces por semana. Y con suerte, acompañada por anchi”, un dulce de maíz con azúcar que suele ser la golosina barata de los niños en descarte.
Los chicos de la Salta profunda, de las comunidades devastadas, de los barrios que se caen de las agendas ministeriales, suelen pasar por las escuelas públicas. Pequeñas aulas satélite al aire libre y con bolsas como techo, donde un profesor se toma alguna chata ocasional o una paloma o su par de piernas para llegar a la nada. Donde sus alumnos están dispuestos a esperarlo los años que les dure la vida. Donde no hay privadas para optar ni matrículas carísimas que garanticen educación de excelencia.
Aquí el que sobrevive es un superhéroe sin poderes. Que pudo asomar la cabeza en el pantano que tira para abajo. Con una resiliencia que sólo transformará cuando sea colectiva. Y marche riéndose sin dientes ante la pavura de los funcionarios.-
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