Su vanidad y su ego deben estar por las nubes y ya debe estar soñando que le queda solamente una cosa por delante para haber cumplido todas sus metas en la vida. Entrar al panteón de los héroes nacionales, junto a Bolívar, Santander, Núñez, Reyes, como el presidente de la paz en Colombia. Uno de esos héroes polivalentes que se posicionan por encima del bien y del mal, de izquierda y derecha, como referente para toda la nación. Su impopularidad en Colombia, empero, le impiden de momento esa distinción. Por lo pronto, entra a compartir el panteón de los personajes ilustres para la comunidad internacional (la cual, sin lugar a dudas, lo quiere más que los colombianos). Se convierte así en el segundo colombiano en ganar un Nobel después de García Márquez, ese sí bien merecido. Se suma a otros personajes galardonados por la academia del Nobel por sus supuestos servicios a la paz del mundo. Entre ellos los presidentes norteamericanos Theodore Roosevelt (si, el mismo que arrebató Panamá a Colombia e inauguró la “diplomacia de las cañoneras”), Barack Obama (el mismo que ha fortalecido los programas nucleares, que ha activamente estado detrás de la guerra en Siria y Libia, que ha aumentado el pie de fuerza en Afganistán y que, siendo el primer presidente negro, ha presidido la administración en la cual más violencia se ha reportado en contra de los negros en las últimas décadas). Eso sin olvidar al eximio diplomático norteamericano Henry Kissinger, uno de los ideólogos de la política de exterminio en Vietnam. Así, Santos se suma a estos Nobel de la paz cuyas sangres están bien manchadas con sangre.
Una cosa es reconocer que Santos –desde su perspectiva egoísta y los intereses gremiales del sector oligárquico que representa, interesados en profundizar la inversión en los territorios- abrió la mesa de negociaciones con las FARC-EP. Otra cosa es olvidar que Santos fue ministro estrella de defensa de Uribe cuando estaba en forma el escándalo de las chuzadas y de la parapolítica. Olvidar que fue él quien presidió el bombardeo a territorio ecuatoriano el 2008, el que en su campaña se ufanó de estar orgulloso de que Colombia sea visto como el Israel de América Latina y el que, como presidente, lloró de alegría cuando asesinó alevosamente, en estado de indefensión, y mientras negociaban la apertura de negociaciones, al comandante de las FARC-EP Alfonso Cano. Un crimen atroz y que puso en peligro la posibilidad de avanzar en el proceso de paz.
Pero el peor crimen del cual él fue directamente responsable fue el asesinato cobarde y perverso de miles de jóvenes colombianos en el escándalo de los llamados “falsos positivos”. Fue él quien, en medio del macabro conteo de muertos impuesto a la soldadesca como muestra de “éxito”, es directamente responsable del secuestro y asesinato de estos jóvenes, y luego de la cadena de mentiras con que justificaron las muertes, obstruyendo a la justicia en miles de casos. No creo que este Nobel, así lo celebre todo el país político, sea objeto de celebración para las madres de Soacha y las miles de personas que lloran la muerte de algún ser querido en este escándalo y a quienes Santos ha, sistemáticamente, ignorado.
Mientras los medios destacaron del discurso de Timochenko en Cartagena solamente cuando pidió perdón, Santos no se siente en necesidad de pedir perdón a nadie, ni siquiera a las víctimas de este crimen de lesa humanidad del cual él fue directamente responsable. Acá no hay tal bilateralidad y toda la institucionalidad está buscando reforzar esa imagen de que la insurgencia ha sido derrotada militarmente (por eso el susto con los Kfir y las declaraciones rimbombantes de los generales), políticamente (se achaca exclusiva y erróneamente el voto NO como un voto únicamente de rechazo a las FARC-EP) y también moralmente (son ellos los que tienen que pedir perdón, nadie más). El premio Nobel de la paz sencillamente termina de cuadrar el círculo, como se dice. Este es el triunfo de Santos, la paz de Santos, que logró pacificar a una de las “guerrillas más sanguinarias del mundo”, como les llama la revista Semana [1].
Santos ha dicho que este triunfo es de todas las víctimas, de las cuales hable en neutral, como si él no tuviera nada que ver en todo esto. Le recomiendo a Santos que tenga un acto de humildad en su vida, se vaya a Soacha, visite a esas madres que él ha rechazado y que sus guardaespaldas han sacado a patadas de sus actos, y les pida perdón a través de ellas, a todas las víctimas de los falsos positivos. Que visite a mujeres de la talla de Alfamir Castillo, cuyo hijo fue asesinado en un falso positivo y que ha sido desplazada y exiliada no una, sino varias veces, por exigir justicia. Y aprovechando el impulso, ya que están jodiendo tanto a las FARC-EP para que declaren sus bienes para reparar a las víctimas, asegurarse que los 850.000 euros que le acaban de entregar con el premio, se entreguen para reparar a las víctimas de los falsos positivos. Ellas, a diferencia de Santos que pertenece a una de las familias de la aristocracia más rancia, si las necesitan. Es que la oligarquía colombiana es mezquina hasta para eso: la plata para las víctimas la sacan de los contribuyentes. Es decir, de los mismos pobres.
Qué insulto es este Nobel para las víctimas en Colombia, particularmente para las de los falsos positivos, así como para miles que arriesgaron su vida exigiendo la solución negociada al conflicto cuando Santos estaba repitiendo las mantras de la seguridad democrática. Nuevamente queda claro que la popularidad de Santos es inversamente proporcional en el extranjero y en Colombia. Mientras más lo aplauden afuera, más impopular es en su propio país.
Nota:
[1] http://www.semana.com/nacion/