La desafortunada pirotecnia verbal de las últimas semanas, dirigida a atribuir falsamente responsabilidades en torno al problema del narcotráfico, parece dejar poco espacio para una lectura más profunda de un problema extremadamente complejo.
No es cierto que el problema de la narcocriminalidad se reduzca a Rosario, aunque es importante admitir que en nuestra ciudad la situación es grave. Se trata de un fenómeno de múltiples dimensiones, cuyas raíces descansan en procesos estructurales tanto estatales como sociales, que requiere una respuesta articulada de todos los niveles del Estado —Nación y provincia con mayor capacidad de incidencia— y unidad política de sectores sociales y partidarios.
Diez años de políticas neoliberales redujeron la expresión del Estado mostrando, entre otras facetas, cierta tolerancia y connivencia oficial con el ingreso del narcotráfico que se hizo evidente en los 90. Sobre este vacío, bandas o mafias encontraron terreno fértil para el desarrollo con impunidad de actividades delictivas. El amparo de estas organizaciones que encuentra su génesis en aquellos años finalmente se convierte en una instancia de contención en un contexto donde el Estado, los narcos y las mafias de todo tipo disputan un mismo objetivo: la protección. Paralelamente, la violencia —fenómeno que comprende pero excede largamente al narcotráfico— se consolida como la forma socialmente consentida de resolver relaciones interpersonales, proceso que pone en juego la naturalización de ese recurso a nivel social amplificando la complejidad del problema.
Se ha dicho mucho en los últimos meses sobre la necesidad de una profunda reforma de la institución policial. También, sobre la responsabilidad que cabe a la Justicia. Por tanto, más allá de éstas y otras referencias que comparto respecto del desempeño estatal frente al accionar de bandas organizadas, creo que debe abordarse al mismo tiempo ciertos fenómenos sociales característicos de nuestra época. Particularmente, el que da cuenta de la enorme cantidad de jóvenes —alrededor de un millón en todo el país, cerca de 100 mil en Rosario— que ni estudian ni trabajan, muchos de los cuales son segunda o tercera generación de desocupados.
Marginados de instancias formales de educación manifiestan no encontrar un proyecto de vida que les permita sortear ese círculo. Sobre ellos operan perversamente estas bandas de narcocriminales. Para muchos el progreso social no constituye ni siquiera un mito.
Una primera reflexión nos llevaría presurosamente a pensar que estos niños y jóvenes son huérfanos de Estado. Pero quienes tenemos trabajo territorial sabemos que muchos de ellos pasaron su infancia en Centros Crecer, Ludotecas e innumerables talleres educativos y de capacitación que municipio, provincia y Nación desarrollan en distintos puntos de la ciudad.
No estamos entonces frente a un Estado desentendido, sino incapaz de ofrecer una respuesta efectiva al problema. Por lo tanto, no solo hay que reclamar mayor presencia, sino que hace falta discutir cómo llega el Estado, cuándo lo hace y cuál es el impacto de las políticas que implementa.
Hay que actualizar el diagnóstico y recrear las formas de intervención del Estado en el territorio, reemplazando políticas de contención (pretensión de mantener al sujeto en su contexto) por políticas de desarrollo (que permitan superación e inserción en el sistema formal educativo o el mercado laboral). Ello requiere realizar ajustes en los instrumentos de las políticas que se implementan para poder romper el trágico círculo vicioso que empuja a jóvenes y adolescentes de la ciudad a la marginalidad más extrema.
Programas que resultaron exitosos años atrás no necesariamente dan cuenta de la complejidad que en la actualidad adquirió el problema. A esto debe sumarse que los que actualmente se desarrollan han manifestado debilidades sustanciales denunciadas incluso por profesionales de Promoción Social. Falencias en infraestructura y recursos e inestabilidad de las políticas impiden muchas veces la continuidad de los procesos de trabajo.
Sobre ese nuevo paradigma, que implica resignificar las políticas públicas —especialmente los programas sociales— en su vínculo con el territorio, entiendo que se debe promover un sistema integrado que vincule los tres niveles del Estado e incorpore el diagnóstico de los actores territoriales. Desde la perspectiva local, resulta impostergable una reforma estructural del área de empleo, avanzando en el diseño de un Programa Integral para el Primer Empleo que establezca un puente —nutrido de instancias de capacitación en oficios— para conectar a los jóvenes con el sector productivo.
Si se postergan decisiones concretas que den cuenta de las causas estructurales del problema será cada vez más recurrente la reducción de la acción política a la versión carnavalesca del Estado-espectáculo, que sólo derrumba bunkers delante de las cámaras.
La situación es grave y amerita acciones que resulten de cierta madurez, inteligencia y compromiso. De nada sirven declaraciones altisonantes sino se acompañan de voluntad política al servicio de un acuerdo amplio, multipartidario y multisectorial. Si la política no comprende el mensaje, cuando decida combatir en serio al narcotráfico ya habrá sido cooptada.-
(*) Concejal de Rosario (UCR)