Los presidentes de Argentina y Venezuela tienen un problema en común: no construyeron a sus sucesores. Eligieron el poder, antes que la sociedad y su futuro. Proyectos inmediatos que se agotan en sí mismos.
La historia política es la historia de la lucha por el poder, esa inquietante capacidad que permite a algunos hombres y mujeres lograr que otros tengan conductas que no seguirían espontáneamente. El poder genera, hacia quien lo posee, veneración, temor y adulación. En ocasiones, su ejercicio permite el bienestar del conjunto.
El impulso para poseer el poder y la pasión por la dominación continúan siendo inexplicables. En cambio, hemos aprendido que no hay casos en que aquellos que lo tienen se autolimiten en su uso. El que tiene poder quiere más; mayor imperio sobre los otros y más individuos sobre los que imperar. En paralelo se desenvuelve la lucha por controlar a quienes tienen poder. Ese esfuerzo está íntimamente unido a la lucha por la libertad. No hay hombres ni mujeres libres cuando la voluntad del jefe no reconoce límites. No importa quién es el jefe, cacique de una tribu, príncipe de una ciudad, monarca de un reino o presidente electo. La sociedad democrática es más que elecciones; requiere más condiciones.
Piense, lector, que si todas las batallas dadas por la democracia, con sus costos en sangre, sudor y lágrimas, hubieran tenido como objetivo depositar una boleta en una urna, resultaría que la conducta humana no sólo sería difícil de comprender sino, además, inquietamente tonta.
No luchamos contra Videla para poder votar. Lo hicimos porque era un tirano, para ser libres. No hay democracia si no se asegura la libertad. Pero tampoco hay democracia si, además, el esfuerzo de una sociedad y sus gobiernos no se orienta a que los derechos formales, escritos en las páginas de constituciones, códigos y leyes, se transformen en realidades vividas, cotidianas. En palabras de Lula, “la democracia no es sólo el derecho de gritar contra el hambre sino el derecho de comer”.
Para evitar la arbitrariedad del monarca, hace siglos se creó la República. Es una manera de organizarnos para que nadie use el poder en soledad y para sí. Se dividió el poder en tres y se dio a cada parte la facultad de controlar a las demás. Esto es así por lo ya dicho: no está en la naturaleza humana ceder dominio, limitarse en el intento de acumular poder.
En su afán de reconstruir autoridad tras la crisis 2001-2002, Néstor Kirchner concentró el poder del Estado. Hoy vemos un Estado que ha recuperado poder, pero cuyo resultado es la gran arbitrariedad del gobernante. Otros, en su búsqueda de reconquistar los espacios perdidos, levantan las banderas republicanas ocultando sus intereses minoritarios, el retorno del Estado mínimo de los 90. Ya aparecen quienes reclaman “liberar las energías de la sociedad”. En realidad, su eslogan de campaña debería ser “achicar el Estado es agrandar el establishment”.
La historia de nuestro país enseña que cuando se rompe la República, el jefe se torna en tirano; que cuando la democracia se reduce al voto, pierde la razón de su existencia. Cuando uno, sólo uno, cree tener la razón, inexorablemente la omnipotencia deviene ebriedad de poder y sufrimiento social. A veces, creo que es el camino por el que va la Argentina. En la exaltación frenética de estos tiempos, el riesgo de confundir las razones que nos han llevado a este estado de cosas es grande.
En Argentina, muchas cuestiones preocupantes han sido profundizadas por el Gobierno. Pero no se inventaron ahora. No sólo se aplica al caso argentino, es común a varios de los países que recorren caminos heterodoxos en su desarrollo político. Las debilidades de nuestros sistemas políticos tienen sus raíces mucho antes de que llegaran quienes hoy gobiernan en Sudamérica. Ni la señora de Kirchner, ni Chávez, ni Morales ni Correa son los autores del estado precario de las instituciones de sus países. Usaron esas debilidades, profundizándolas, pero no las crearon. Ello no implica responsabilidad menor.
Desde 2003, Cristina Kirchner y Hugo Chávez aprovecharon la espectacular alza real del precio de la soja y del petróleo.
Gozaron de bonanza y riqueza. Tienen para mostrar la reducción de la pobreza, un logro mayor, el más importante de sus gestiones. Sin embargo, todos los países sudamericanos redujeron la pobreza. Todas las economías crecieron y es normal, entonces, que baje la pobreza (salvo que exista una política deliberadamente en contra). Es casi una cuestión mecánica.
Pero la duración de sus logros no se mantendrá. Ni uno ni otro supieron evitar la tentación demagógica, mostrando el éxito inmediato, para continuar en el poder y aumentar su uso arbitrario. Eligieron el poder, el exquisito deleite de la obediencia de los otros, antes que la sociedad y su futuro.
Ambos dejarán republicas débiles. Con ello, permitirán que otros, probablemente de ideología diferente, sigan ejerciendo poderes caprichosos y desarmen los que ellos rudimentariamente hicieron. Aquellos que hoy, detrás de las banderas republicanas, esconden sus intereses minoritarios, volverán y usufructuarán las debilidades que encontrarán. Volverán los que salieron. Cambiará la liturgia. Pero seguiremos celebrando la ceremonia del subdesarrollo que consiste en repetir y repetir las causas del atraso. Ni Kirchner ni Chávez construyeron la herencia de sus transformaciones.
A su vez, esas naciones han desaprovechado una década en que el imperio miró para otro lado, donde se podría haber avanzado con pasos concretos en la reunión de los objetivos políticos comunes en Sudamérica, en lugar de los repetidos discursos de tribuna sobre la Patria Grande. Así como las palabras se las lleva el viento, no se ha producido en la década ningún avance real en la unión política sudamericana, más allá de ese curioso frenesí en la creación de fachadas institucionales.
Por tanto, en el plano regional corremos el riesgo de que, tras el chavismo y el kirchnerismo, los discursos de la integración sean reemplazados por acciones que lleven a un retroceso real en la unidad regional, donde vuelvan los defensores de la claudicación y el alineamiento. Este es, lector, el subtotal de dos proyectos que dirigieron dos países de la región por más de una década. De proyectos que no van más allá de sus intereses inmediatos y que se agotan en sí mismos.-
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