El Familiar ha muerto. Fue acuchillado por un monstruo de origen yankee

03/09/2012 | Revista Norte

 EL MONSTRUO

/ El Familiar ha muerto. Hablamos de ese perro negro, de ojos brillantes como el fuego, hijo del mito surgido con la industria azucarera, según el cual la bestia garantizaba riquezas al barón del azúcar a cambio de que este le entregase un obrero que saciara su hambre infernal. Fue acuchillado por un monstruo de origen yankee… /

(Daniel Avalos)

Por ello mismo, para indagar el perfil psicológico del foráneo asesino, conviene recurrir a un experto de aquel país. El experto fue un escritor genial: John Steinbeck. Novelista perseguido en su país por denunciar en sus obras a monstruos de este tipo y emplear la escritura para sensibilizar a miles sobre la suerte de los sojuzgados por esas implacables criaturas. Y es que para Steinbeck, quien escribió sus mejores historias cuando la crisis de 1929 arrojó al desempleo y al hambre a millones de estadounidenses, los monstruos son las corporaciones. En Las uvas de la ira, por ejemplo, el autor las retrata de manera brutal, cuando en busca del beneficio económico desarraigaron a miles de familias de su tierra, arrojándolas a un peregrinar conmovedor en busca de una tierra soñada que les permitiera vivir. Pero Steinbeck también era de esos que solían encontrar la flor en medio del desierto y, por eso mismo, en medio de ese andar errante y harapiento veía cómo en esos sojuzgados afloraban la solidaridad y la cooperación, valores que redimirán las vidas de quienes, sin embargo, antes habían padecido la implacabilidad de una corporación. Nada conmovía a estas últimas. El sufrir y la incertidumbre de familias enteras les resultaban indiferentes porque, como razonaba uno de los personajes, «esos bichos no respiran aire, no comen carne. Respiran beneficios, se alimentan de los intereses del dinero. Si no tienen esto mueren, igual que tú mueres sin aire, sin carne. Es triste pero es así. Sencillamente es así (…) El monstruo muere cuando deja de crecer. No puede dejar de crecer» (John Steinbeck: Las uvas de la ira. Edit.Planeta. 2003, p. 52-53).

Ese monstruo fue el que asesinó sin reparos al mito de El Familiar. La hipótesis sobre los móviles de ese crimen parece relacionarse con la inoperancia del viejo mito azucarero para lograr lo que en otros tiempos sí lograba: disciplinar a los hombres y mujeres que trabajan con la caña de azúcar en esta provincia. Un crimen que, además, revela las características distintas de los agentes económicos de periodos históricos distintos, aunque siempre volcados a la explotación y sometimiento de los miles. Y es que el ingenio azucarero del siglo XX al que El Familiar prestó sus servicios fue de una naturaleza radicalmente distinta al tipo de ingenio al que el monstruo pincelado por Steinbeck representa hoy. De allí que convenga ensayar una genealogía de esos ingenios, los cuales, presentándose invariablemente como agentes de civilización, casi siempre produjeron la barbarie. Las fechas ayudan al ejercicio. El ingenio El Tabacal de Patrón Costas, que consolidó el mito de El Familiar en Salta, se fundó en 1920, cuando el arribo del ferrocarril al norte hizo posible el transporte de la producción al resto del país. Dos años antes, en el otro extremo del continente, más precisamente en Kansas, EEUU, la Seaboard Corporation, que hoy maneja el ingenio de Orán, adquirió su primer molino. Se trató de una adquisición bautismal. Cien años después, el monstruo del norte ha dado muerte a El Familiar del sur, porque la Seabord ha logrado lo que el ingenio de Patrón Costas nunca se hubiera imaginado lograr: diversificar sus ramas de producción y expandir su radio de acción hasta incluir tres continentes. Nacieron juntos, pero la quietud de uno terminó facilitando la voracidad conquistadora del otro. Tiene sentido. Después de todo, el escenario y la cultura en donde uno y otro habían surgido y se habían desarrollado eran bien distintos. Patrón Costas era el símbolo de una oligarquía regional que aceptó su derrota con la clase mercantil librecambista de la región pampeana, a cambio de políticas que facilitaran el mantenimiento de su poder regional a partir de la protección de la industria azucarera en medio de un modelo nacional, sin embargo, librecambista e inclinado a liquidar la producción local a favor de las corporaciones foráneas.

La Seaboard era una de ellas. Y tanto ella como el Estado que la representaba eran dueños de una enorme y complementaria voluntad de Poder. Un tipo de voluntad -diría Friedrich Nietzsche, e indudablemente lo creía Steinbeck, según lo revelan las palabras citadas de su novela- compuesta por dos elementos fundamentales: conservación y crecimiento, con lo cual, razonaban, todo aquello que quiera conservarse tiene que crecer. Así razonaban las corporaciones yankees y el propio Estado de ese país. La Seaboard se entregó a esa empresa de manera decidida. El relato que la corporación hace de su propia historia lo confirma: entre la compra de aquel primer molino en 1918 y el año 1966, sus esfuerzos se concentraron en expandirse por el interior del territorio estadounidense. Desde 1968 en adelante, en cambio, la Seaboard empezó a practicar lo que ya otras corporaciones norteamericanas ejercitaban desde la década de 1950: emplear sus rentabilidades para expandirse a otros puntos del planeta para así acrecentar los beneficios que, al crecer, les garantizaran no morir. La Seaboard, en definitiva, se había convertido en una multinacional. Y como toda multinacional, vio en las fronteras de los estados nacionales y en los gobiernos preocupados por la soberanía de esas naciones, los obstáculos a su crecimiento. El poder militar de EEUU corrió al auxilio de esos intereses. El objetivo era sencillo: eliminar los obstáculos al crecimiento de ese capital. Cualquier análisis histórico de ese periodo lo demuestra. El despliegue económico de las multinacionales yankees corre en paralelo al despliegue militar de EEUU: un millón y medio de militares instalados en 119 países del mundo durante la década del 50; tratados militares que le permitían a EEUU intervenir en 48 naciones en esa misma década; 14 países en esos años que recibían ayuda bélica norteamericana, cifra que subió a 69 en la década del 60. Poder económico, político y militar, que disciplinaba a punta de intervenciones militares y golpes de estado a los gobiernos que, en nombre de sus pueblos, se oponían a esos intereses. Intereses, además, siempre dispuestos a apoyar a gobiernos dóciles que abrieran las fronteras a los nuevos conglomerados económicos, diseñaran un sistema legal que les facilitara el saqueo y que se autoimpusieran una pérdida de facultades a fin de no incomodar a los que ya se presentaban como los agentes del desarrollo. Por eso mismo surgió en ese mismo periodo el llamado desarrollismo. Definamos esa doctrina sin recurrir a la teoría. Para los objetivos de estas líneas, alcanza con echar mano de los discursos en los que Urtubey basa su defensa de la Seaboard Corporation en Orán. La fórmula que emplea es más o menos así: reconoce que efectivamente existen países centrales y periféricos; establece que su objetivo estratégico es lograr que la periferia arcaica que hoy somos, devenga en Estado moderno; para lograrlo, dice que hay que importar los modernos sistemas de producción del primer mundo; por eso, justamente, pone al estado provincial al servicio de esa materialización viviente de la modernidad, las multinacionales, las cuales, al ingresar a este escenario, ayudarán a que el idiotismo tercermundista que padecemos se convierta en civilidad primermundista.

Lógicas como esta explican el desarrollo de la Seaboard desde el año 1968. En ese año, su página web(http://www.seaboardcorp.com) identifica el primer desembarco de la corporación en un país distinto al de EEUU: SierraLeona. Un año después ya tiene sede en Guyana. En los 70, Nigeria, Liberia y Ecuador le abren sus puertas. En los 80, el Caribe y América Central. En los 90 arriban, por primera y única vez, a nuestro país, adquiriendo el ingenio que alguna vez manejó con mano de hierro Patrón Costa y que entonces agonizaba por deudas y una caída de la producción provocada por el ingreso indiscriminado de azúcar brasileña. El monstruo de Steinbeck, en definitiva, no ha parado de crecer. Por ello su presente es bastante impresionante: dieciséis sedes en trece estados norteamericanos, dos en Canadá, dos en México, una en Guatemala, dos en Honduras, una en Nicaragua, una en Costa Rica, otra en Panamá, ocho sedes en seis países del Caribe, catorce en el continente africano, dieciséis repartidas en ocho países de América Latina de los cuales una, lo dijimos, se encuentra en Orán. La ramificación por el planeta ha sido de tal magnitud, que la Seabord concluyó en 1983 que, a su original actividad, dedicada a la producción de productos porcinos (Seaboard Foods), debía complementarla con una compañía marítima que trasportara las mercancías de un país a otro. Es a lo que se dedica la Seaboard Marine, con una flota de 40 barcos y 50.000 contenedores que unen, por mar, a EEUU con otros 25 países. Esas ventajas, y el auge de los commodities, la arrojó luego a incursionar en la comercialización y procesamiento de granos. Al ingenio El Tabacal, su página web lo ubica en el rubro «Otros importantes negocios». Dijeron que querían producir azúcar, pero resulta que, cuando el Estado nacional lanzó en el 2009 el programa que establece la obligación de incorporar bioetanol a los combustibles, la Seaboard pudo decir que sí, que, después de todo, en marzo de 2008 había creado el High Plains Bionergy, produciendo 120 millones anuales de biodiesel en una planta de Oklahoma. Ahora bien: fuentes oficiales aseguran que la Seabord quiere vender la energía que produce en el norte al Estado, y que la negativa oficial explicaría mucho la poca voluntad que la compañía puso para resolver un conflicto gremial que terminó con una batalla entre huelguistas y policía el sábado pasado. No habría razones para descartar esa firme sospecha. Después de todo, la Seaboard sabe del negocio. Otra vez nos lo informa supágina web: su filial Transcontinental Capital Corporation produce y vende a usuarios públicos y privados de Puerto Rico, justamente, electricidad.

Steinbeck tenía razón: el monstruo está convencido de que, para seguir siendo lo que es, tiene que crecer…y entonces crece. Disciplinarlo parece imposible. Al menos para los gobiernos que, en nombre del desarrollo, le abrieron las puertas y no paran de otorgarle beneficios fiscales de todo tipo. Solo los que sufren directamente las consecuencias de ese crecimiento se arrojan a la lucha. Y en esa lucha, la leyenda de El Familiar que los barones del azúcar consideraron sinónimo de idiotismo rural, utilizable para advertir que eran depositarios de fuerzas sobrenaturales producidas por un pacto entre ellos y Satanás…ha dejado de funcionar. En esa inoperancia radicó el desplazamiento de lo sobrenatural por lo terrenal. El monstruo es así. Declara ser portador de una racionalidad bien terrenal que arrasa, somete, domina, mercantiliza y explota a hombres y mujeres que deben entender, de una buena vez, que son puntos miserables de una estructura todopoderosa ramificada en cientos de escenarios y personalizada en gerentes, funcionarios, legisladores, ministros, o periodistas que pueden ser parte del monstruo, pero no el cerebro de la máquina poderosa y fría. En Orán eso tampoco ha amedrentado. Por eso el monstruo ha debido recurrir a la fuerza de las balas y de los garrotes policiales, que el sábado pasado tampoco dieron resultados. Es el lado optimista de esta historia: los pueblos que producen las riquezas que otros gozan, cuando deciden luchar, pueden perder batallas, carecer de un horizonte político definido o hasta ser aniquilados en el conflicto…pero no se rinden.-

Publicado por Cuarto Poder

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