Las muertes de niños se cuentan como semillas de destrucción

09/08/2015 | Revista Norte

niños en carceles

Los chicos de descarte. 

El 16 de junio de 2015 J.P. –iniciales a las que fue reducida su existencia (en una extraña conjunción de fecha y pertenencia partidaria para un pibe de los márgenes)- cesó su paso por una vida de 17 años, en el encierro del Almafuerte. Ahorcado, como 18 días después ocurriría con M.G., a sus 16, en el Pablo Nogués, de Malvinas Argentinas.

Quemado y ahogado con monóxido de carbono, como el chico que murió el 24 de julio en el Manuel Rocca, de Capital, en un incendio que dejó malheridos a tres de sus compañeros (uno, por quemaduras y aspiración de monóxido; otro, por las terribles fracturas tras saltar de un paredón de más de ocho metros y el tercero, con lesiones menores).

Todo hombre en el final minuto de su invierno piensa en algo lejano cuando muere. Y la muerte es el último país que el niño inventa, escribía Tuñón. En qué habrán pensado en el instante final los pibes excedentes que están del otro lado de la reja, como decía Paco Urondo.

Hay, en toda la provincia de Buenos Aires, 635 chicos institucionalizados por conflictos con la ley penal. Que constituyen el 22 por ciento de los chicos procesados. El 78 por ciento restante cumple medidas privativas en sus propios domicilios. Del total de 635, hay un 74 por ciento (469 chicos) que están en dispositivos privativos de la libertad (institutos) y otros 166 que están en centros de contención residencial o medidas de semilibertad.

Hace escasos tres años, eran –en lugar de los 635 actuales- entre 475 y 500 (ver nota relacionada). Con un incremento que viene de la mano de la respuesta securitaria tras procesos de presión mediática y social por mayor seguridad. Hay además, unos 9500 chicos bajo medidas de protección por sus derechos vulnerados: el 51 por ciento, resguardado en ámbitos de la familia y un 49 por ciento, en distintas instituciones.

Ni J.P. ni M.G. habían sido objeto de intervenciones para la promoción de derechos desde el Estado. Al menos, no hay registros informatizados de algún tipo de intervención. J.P. cumpliría 18 años en septiembre. Era de Quilmes y su historia había sido atravesada por escándalos mediáticos que funcionaron como un gran ejercicio de presión hacia las instancias judiciales de decisión. De su paso por el oscuro universo de las rejas y el encierro, quedó una carta para su papá pidiendo perdón. Quién sabe por qué cuestiones se pide perdón cuando la vida se viste de tragedia y sólo hay dolor y angustia. Alguna vez –o quizás nunca- se podrá saber qué ocurrió con J.P. durante esos instantes del final. Según publica Andaragencia, de la Comisión Provincial por la Memoria, “los jóvenes detenidos comentaron que el día anterior había tenido un altercado con un compañero y, por tal motivo, los custodios lo habían encerrado en su celda. Su familia, que lo visitaba asiduamente, fue puesta en conocimiento del hecho 6 horas después y tiene dudas sobre el suicidio. La investigación se tramita ante la UFI n° 11 de La Plata”.

De M.G., en tanto, quedó otra carta. Para su mamá. Reclamos desoídos. Vida estragada por la soledad. Un delito contra la propiedad que apenas tenía un antecedente sin gran importancia. Sus 16 años eran de enorme desamparo.

Hoy hay investigaciones penales sobre sus muertes. Estaban los dos bajo las alas represivas del Estado. Invisibilizados. Desguarnecidos. Olvidados. Con finales que no destellan gestualidades de alarma y de indignación. Por el contrario, son sus muertes el último país que les dejaron inventar, en la soledad, en la oscuridad de la desmemoria, en el frío desabrigo de quienes cargan con la mochila de constituir ejércitos de excedentes.

Sus pares del Manuel Rocca, de capital, llegaron a la muerte y a sus bordes tras un intento vano de supremacía. La libertad es real aunque no se sabe bien si pertenece al mundo de los vivos, al mundo de los muertos, al mundo de las fantasías o al mundo de la vigilia, escribió el gran Paco. El Rocca –en avenida Segurola al 1700- llegó a tener 200 pibes que hoy son alrededor de 50.

El primer episodio –que en los vericuetos de la institucionalidad nadie registró como grave- se produjo el 22 de julio. Un incendio que no pasó a mayores que dejó la toxicidad en los colchones que perdieron, además, su calidad de ignífugos. Dos días después, una nueva arremetida. Un chico murió. Otro, está hospitalizado en grave estado. Un tercero, en el medio de la confusión y del conflicto intentó huir saltando de los murallones de ese instituto ubicado en el barrio de Floresta, de unos 8 metros de altura, y tiene múltiples fracturas. El cuarto, tiene lesiones leves.

Hace poco tiempo fueron desplazados guardias de seguridad del Rocca (que tiene chicos de 16 y 17 años bajo encierro) cuyos reemplazos tenían un perfil absolutamente contrapuesto. En este contexto se produjeron los incendios y se habría permitido el ingreso al lugar de policías federales.

Hay un principio de confinamiento estructural que atraviesa a las políticas institucionalizadoras de la infancia caracterizada como sobrante. Con jóvenes que llegan a esas instancias jugados en sus vidas, con marcas profundas que se ahondan aún más en contextos en los que –como decía Agamben sobre Auschwitz- no se muere sino que se producen cadáveres. La muerte es otra cosa. Es otra instancia que constituye el momento final de la vida. Que se contrapone, justamente, con la vida.

En las instituciones de encierro se suelen producir cadáveres con una pertinacia tal que refleja la real importancia que ciertas vidas representan para el imaginario colectivo. Porque son cuerpos no llorados por la sociedad. Cuerpos que requieren y demandan una imprescindible invisibilización que se construye desde lo social, se fortalece desde los efectores de institucionalidad y se refuerza desde los medios. Aquello que no se ve, no existe. Y no se ve esa vida ni tampoco esa muerte. No hay danza de dolor y llanto por esos chicos nacidos por las vueltas del azar en otro tipo de cárceles sin cielo ni paredes, sin rejas ni mecanismos de alarma.

Chicos por los que no hay ni habrá rituales de duelo porque son muertes que no se anuncian ni se sufren. Porque, en definitiva, son el final de esas vidas absolutamente desnudas como fuerza biológica. Son el descarte. El excedente. La nuda vida depositada en esos espacios de confinamiento en donde se terminan de amasar sus cuerpos y sus mentes en absoluta soledad.-

 

 

Por Claudia Rafael. Periodista. Pelota de Trapo.

Publicada por ACTA

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La infancia excedente

Por Claudia Rafael

Ya era la oscuridad. La luna dibujaba una letra C enorme y una estrella de brillo intenso aparecía como su norte. Las sombras caían sobre la esquina con la torpeza de lo irreparable. Y él estaba sentado ahí. En profunda soledad. Dijo que se llama Elías pero quién sabe si no es una identidad tan ajena como las caricias y el cobijo.

Contó que se había escapado, a pesar de las rejas y el paredón casi siempre inalcanzable, y que se subiría al primer tren que pasara. Habló también de la Rita y de que alguien le dijo casi como al pasar que se había muerto hacía dos semanas. El repitió que no es cierto. Que la Rita va a vivir siempre y que el que dice eso de mi abuela miente. Elías mastica ávido un trozo de pan y bebe a borbotones de la botella de coca. La Rita es todo. Nadie se dignó a decirle nada de esa ausencia que es la diferencia entre la vida y la no vida.

Hacía cuatro meses que a Elías lo habían llevado ahí. Lo habían arrojado como a los esclavos a las arenas del Coliseo Romano. Lo habían dejado entre los pasillos fríos de una estructura patronal. Donde los patrones tienen nombre y apellido. Sin luz natural. Sin ventilación, con un calefactor cansado de entibiar el alma entre tantos inviernos, sin un airecito fresco que alivie en veranos tórridos y agobiantes. Había días en que Elías veía fantasmas, noches en que se le aparecía San la Muerte. La Rita fue siempre y a pesar de todo su único anclaje a la esperanza. El la sabía siempre eterna a la abuela en el vagón abandonado en las vías de un tren que ya no es hace demasiado tiempo.

***

En la provincia de Buenos Aires son hoy entre 475 y 500 los chicos en conflicto con la ley penal que cumplen “medidas privativas de libertad”. Eufemismo elegante de la institucionalización. Un centenar suman los que cumplen “medidas de semi-libertad”. Otros 4300 están institucionalizados por “medidas de protección por sus derechos vulnerados”. Ese universo que en los preceptos de la perimida Ley de Patronato se conocía como “causas asistenciales”.

La provincia tenía en datos de febrero de 2011 -según el Observatorio Social Legislativo- 1.225.000 adolescentes entre 15 y 19 años; 2.683.000 entre 15 y 24. Y ubica escasamente a 400.000 entre 14 y 20 años que “ni estudian ni trabajan” en una realidad que se sabe mucho más ancha. La misma estadística plantea que el 31,1 por ciento “padecían pobreza”; 17,1 estaban desocupados y el 13,6 por ciento son caracterizados como “ni-ni”.

Hace apenas una decena de años, en plena vigencia de la Ley de Patronato había unos 8500 chicos institucionalizados en estructuras estatales y otros 8000 en instituciones no vinculadas a organismos del Estado. El defensor oficial Julián Axat la define como un “intento por gobernar a la infancia excedente durante el siglo XX. Apuntaba al control de los hijos de los sectores subalternos a través del dispositivo tutelar basado en la expulsión del seno de familias consideradas disfuncionales y el confinamiento en reformatorios”. Más allá de la tremenda disparidad de cifras hay un porcentaje que se sostiene: tanto entonces como hoy, las causas penales representan no más del 13 por ciento del total de institucionalizaciones.

Cuando en 1919 se promulgó la Ley 10.903 de Patronato, el médico y parlamentario Luis Agote argumentó que en las reuniones anarquistas se encontraban “tan gran cantidad de niños delincuentes, los que vendiendo diarios primero y después siguiendo, por una gradación sucesiva en esta pendiente siempre progresiva del vicio, hasta el crimen, van más tarde a formar parte de esas bandas de anarquistas, que han agitado la ciudad durante el último tiempo”. Por lo tanto era imprescindible una ley que pusiera fin al “cultivo del crimen” que “principia en las calles vendiendo diarios, y concluye en la cárcel Penitenciaria por crímenes más o menos horrendos”.
Hoy por hoy –con un denostado Agote y una ley cuestionada y enterrada- los institutos siguen arrastrando el concepto de “confinamiento-depósito”, definió Axat a Ape. “Los espacios de encierro para la niñez infractora, matienen una estructura donde el derecho proclamado es una excepción y donde las prácticas concretas son intercambios simbólicos con la burocracia adulta de minoridad en forma de pequeños chantajes o relaciones de poder encubiertos bajo la ideología del amor: ´yo te doy esto, si vos me haces esto´, ´es por tu bien…´. Las implicancias que esto termina teniendo en la vida de los pibes es una suerte de síndrome de Estocolmo por el cual sienten atracción por el asistente de minoridad que les da cosas o satisface a cuentagotas sus derechos, a cambio de tranquilidad o conveniencia. La implicancia es que los pibes salen especializados en chantaje y formatizan en su conciencia y cuerpo relaciones de poder negativas, antes de relaciones sanas y vitalistas. Es mi conjetura, pero esto es uno de los motivos que luego producen a la postre riesgo de reincidencia”.
El tema de base, sin embargo, es entender qué ocurre con el enorme cosmos de niños y jóvenes institucionalizados en los ghetos de rejas invisibilizadas.
***

Hoy ya no se puede definir que la institucionalización es el único “intento de gobernar a la infancia excedente”. Del total de jóvenes bonaerenses entre 15 y 19 años apenas el 0,04 por ciento se encuentra institucionalizado por causas penales. El 0,35 por causas asistenciales. Es el nuevo mandato pro-infancia: despatronalizar aun cuando del otro lado de las paredes espere el desamor y el golpe.
¿Cuáles son hoy las formas más efectivas de gobernar a esa infancia excedente?
Un informe publicado en octubre de 2011 por la organización “un techo para mi país” desnuda que en la región del Gran Buenos Aires hay actualmente 864 villas y asentamientos en los que respiran, caminan, sufren, aman, trabajan y sueñan (cuando pueden) 508.144 familias. Poco más del 66 por ciento tienen más de 15 años de antigüedad y el 24,3 por ciento, entre los últimos 6 y 14 años. Sin cloacas, sin gas, sin agua potable, sin escuela, sin asfalto, sin trabajo.

El estigma se lleva en la piel. Como señal indeleble sobre la frente. No se sale del círculo de la institucionalización tan fácilmente. Ni de la institucionalización en una estructura penal del Estado ni de la institucionalización en el gheto barrial que también es confinamiento-depósito. Como un vertedero social en el que millones están encerrados cada día. Existe una topografía similar entre esas dos institucionalizaciones donde la circulación está igualmente coartada.


El sistema entendió a la perfección que no era necesario el encierro en una estructura del Estado para aplacar. El encierro entre las cuatro calles barrosas y hambrientas que circunvalan el gheto tiene sus propias herramientas precisas para la domesticación. Ya no la tortura, el aislamiento en una celda de dos por dos, la prohibición de la visita.


Hay un entorno cotidiano de mendrugos y vulneraciones, de vetos cotidianos, de sueños sostenidamente truncados, de aniquilación sistémica, de prohibiciones para levantar cabezas y para alzar las voces; hay un entorno cotidiano que deja secuelas en los pulmones y en el cerebro, que lacera la piel y el alma. Es una institucionalización que no reconoce esa definición. Una institucionalización que no muestra enrejados ni cepos. Que no porta pulseras electromagnéticas.


Es la ghetización como política del desmadre y del amansamiento.


Los que deciden alzar la frente y vadear las orillas saben bien que del otro lado de los baldíos espera el desprecio eterno o el plomo de la condena. No hay indulto para la portación de hambre perpetua. No lo hay para la rebeldía intrínseca.


En “Ser como ellos”, Eduardo Galeano escribe que “cada día nos enseñan la resignación. Cada día aprendemos a resignarnos para poder sobrevivir. Pero hace poco, en una pared de un barrio de la ciudad de Lima, un alumno rebelde escribió: No queremos sobrevivir. Queremos vivir. Él hablaba por muchos”.

 

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