En Argentina, el 1% de las estancias más grandes concentra el 36% de la tierra. Concentración y desalojos son las dos caras de la misma moneda. Es preciso distribuir la tierra para combatir la desigualdad y la pobreza.
Por Julia Colla / Pausa
El 10 de enero pasado tomó estado público el conflicto por el territorio que mantienen los mapuches con la estancia de la multinacional Benetton ubicada en el departamento de Cushamen, provincia de Chubut. La ocupación territorial que inició el lof mapuche hace dos años en reclamo del reconocimiento de preexistencia étnica y el respeto de los territorios ancestrales derivó en un violento desalojo con heridos de gravedad y el inicio de una causa judicial acusándolos de terroristas.
Estos hechos pusieron nuevamente en discusión quiénes son los dueños de la tierra en Argentina. Pero también, se abrieron otros nuevos debates referidos al incumplimiento de los derechos específicos de los pueblos indígenas y el nivel de violencia con la que opera el Estado frente a los desalojos y las acciones de protesta.
Recientemente, la organización internacional Oxfam publicó un informe sobre la situación de la tierra en desigualdad en América Latina. El estudio alerta que en nuestro país el 1% de las estancias más grandes concentra el 36% de la tierra. Mientras que el 80% de las propiedades más pequeñas (en Argentina se estima que son aquellas que no superan las 100 hectáreas) alcanza solamente el 13% del territorio.
Esta desigualdad en la distribución de la tierra tiene relación directa con el modelo de acumulación vigente, que tiende a ampliar la superficie productiva y atraer capitales extranjeros para una mayor explotación de los recursos naturales. Así, bajo este modelo, la eficacia productiva se basa en la utilización de paquetes tecnológicos y en la necesidad de profundizar la concentración histórica de la tierra para el avance minero, petrolero, forestal y de agronegocios. Según Oxfam, sólo entre 2000 y 2014 las plantaciones de soja en América del Sur se ampliaron en 29 millones de hectáreas, en donde Brasil y Argentina concentran cerca del 90% de la producción regional.
Según el Registro Nacional de Tierras, en el país hay 269 millones de hectáreas de tierras rurales. Cerca de 16 millones están en manos extranjeras, como las del grupo Benetton, con un millón y medio de hectáreas en la Patagonia. Otro de ellos, es la empresa Adecoagro, que tiene unas 200.000 hectáreas, parte de ellas ubicadas en la provincia de Santa Fe. Así como Bunge y Born y Fortabat, que poseen unas 2 millones de hectáreas distribuidas en distintas provincias. Ellos, los protagonistas de este modelo, conforman el grupo de los 30 grandes terratenientes del país.
En este contexto, el rol del Estado ha sido el motor para garantizar el funcionamiento. En julio de 2016 el presidente Macri modificó la Ley de Tierras Rurales (decreto 820/2016), volviendo más laxas las restricciones para la venta de campos a extranjeros. Y también puso en marcha el Plan Belgrano, que promete una inversión millonaria en infraestructura pero que se especula que estará destinado a la exportación de productos primarios a la Alianza del Pacífico y a la Costa Este de Estados Unidos.
Pero esto no es todo, esta ampliación de superficie productiva en Argentina de los últimos veinte años tuvo su contracara: el desplazamiento de miles de productores familiares, y el arrinconamiento de muchos otros, en zonas de escasos recursos e infraestructura.
En el mismo sentido, la violencia con la que se produjo el desalojo en la comunidad mapuche fue no sólo una clara muestra del despojo forzoso al que son sometidas las poblaciones, sino también de la complicidad estatal para que éste se lleve a cabo. Tal como denunció uno de los manifestantes, “era impresionante la cantidad de armas que había. Fue muy violento, hacía mucho tiempo que no veía tanta violencia. Nos pegaron y nos tiraron gas lacrimógeno y nunca apareció una orden. De nadie. Era una orden verbal”.
Una vez más, no sólo se incumplieron las legislaciones nacionales (Constitución art. N° 75, inc. 17) e internacionales (Convenio 169 de la OIT, art. 14 y 16) que reconocen la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas y sus derechos a la posesión y propiedad de las tierras. En este caso, el Juez Federal de la causa se desentendió de la Ley 26.160 que prohíbe los desalojos de tierras que tradicionalmente ocupan las comunidades. Contrariamente, aplicó la Ley Antiterrorista y acusó a los manifestantes de “usurpación, coacción, atentado contra la autoridad agravado y hurto de un cartel rutero”.
El mencionado informe de Oxfam advierte que “estamos en presencia de una crisis de derechos humanos en la región, que amenaza derechos y libertades fundamentales”. Efectivamente, mientras la gran propiedad se extiende a una fracción cada vez mayor del territorio, la pequeña producción –sea de campesinos, pueblos originarios o pequeños productores- tienden a empobrecerse y desaparecer. Estas poblaciones no sólo están amenazadas por la venta o la usurpación de sus tierras, sino también por la escasez de oportunidades laborales y por ser arrinconadas hacia territorios sin recursos básicos como el agua, sin infraestructura mínima y bajo condiciones de extrema discriminación y pobreza.
Cuestionar las causas de la inequidad social y los hechos violentos de desalojo perpetrados en la comunidad mapuche (y en tantas otras poblaciones indígenas y campesinas de Argentina que luchan por su territorio), conduce a indagar qué se esconde detrás de estos conflictos y cómo hacer para avanzar en propuestas superadoras.
La lucha por la tierra, lejos de acabarse, se produce entre actores cada vez más desiguales. De un lado, quienes controlan y concentran la propiedad. Del otro, las poblaciones de pueblos originarios y campesinos cuya subsistencia depende de la tierra, que la conciben no sólo como bien material, sino como expresión de su historia e identidad cultural y espiritual.
Esta condición de desigualdad dificulta el combate de la pobreza y la marginalidad. No es posible promover un crecimiento inclusivo ni alcanzar el desarrollo sostenible sin abordar el reto pendiente de la concentración del territorio y la divergencia en el acceso y control de la tierra y los recursos naturales, en particular la que afecta a los sectores más vulnerables del campo. Esto implica eliminar los privilegios de unos pocos para asegurar los derechos de todos –tanto individuales como colectivos–, comenzando por garantizar la tierra a quienes quieran trabajarla y generando puentes para el crecimiento y el desarrollo económico de las regiones.-
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